Carmen Panadero Delgado escribe |
Muhammad ibn Abbad al-Mutamid fue hijo y sucesor del cruel y arbitrario al-Mutadid, señor de Sevilla.
Era el suyo un linaje que, sin pertenecer a la nobleza, gozaba de gran prestigio y respeto entre los moradores de la ciudad, pues entre sus abuelos y bisabuelos se contaban gobernadores, imanes y algún juez. Decíanse descendientes de los reyes de Hira, allá en la lejana Arabia.
Los dominios de los Banu-Abbad comprendían la tercera parte de las tierras del término de Sevilla, sobre todo en el alfoz de Tocina, donde radicaba su señorío de Yawmĩn, el gran feudo familiar.
Expulsados de Sevilla los últimos hammudíes, el abuelo de al-Mutamid, Abbad —de ahí el nombre de la dinastía de los abbadíes— fue nombrado por la aristocracia ciudadana cabeza de una oligarquía de tres miembros, a la que encomendaron el gobierno. A su muerte, su sucesor (el padre de al-Mutamid) coronó a un esterero de Calatrava como falso califa Hixem II, del que se nombró visir y al que hizo desaparecer cuando le convino, proclamándose su heredero con el sobrenombre de al-Mutadid, a título de rey de Sevilla y acuñando moneda con su nombre. Así nació la taifa sevillana.
Los abbadíes ampliaron sus posesiones, enfrentándose al señor de Badajoz, al de Beja y al de Évora; incluso realizaron incursiones en territorios de Córdoba. Entretanto, la corte de Sevilla iba alcanzando relieve cultural, sobre todo desde las guerras civiles que originaron la caída del Califato, cuando Córdoba viera marchar al exilio a tantos sabios y escritores. Muchos de ellos fueron acogidos generosamente en Sevilla, como por ejemplo el gran poeta Abũ-l-Walĩd ibn Zaydũn, que llegó a ser haŷĩb de al-Mutadid y, luego, de su hijo al-Mutamid. El gusto por la poesía en la ciudad se acrecentó, y no había sevillano que no hiciera sus ensayos en el rimar con mayor o menor fortuna.
Al-Mutadid, en su juventud, fue nombrado por su padre gobernador de la plaza de Beja (en el actual Portugal), donde nacieron sus hijos mayores. En 1039 nacía en dicha población su segundo varón, Muhammad ibn Abbad (futuro al-Mutamid). Este nacimiento fue observado por astrólogos, que notificaron al padre que “las posiciones planetarias anunciaban para el recién nacido grandeza y prosperidad; pero que al fin de sus días la luna llena de fortuna menguaría y padecería eclipse notable” [1].
En 1042 sucedió al-Mutadid a su padre y, en 1069, aquel fue sucedido por al-Mutamid, su segundo varón, tras haber muerto el primogénito a manos de su cruel progenitor. También al-Mutamid habíase salvado in extremis de una condena a muerte impuesta por su padre a causa de una derrota. Al-Mutadid legaba a su hijo una taifa sevillana muy acrecentada al haber anexionado por conquista las plazas de Silves, Faro, Huelva, Niebla, Morón, Ronda y Carmona, así como la taifa de Algeciras tras expulsar de ella a los últimos hammudíes.
Al inicio de su reinado, al-Mutamid tuvo a su lado a Abũ Bakr ibn Ammar, un poeta de Silves de origen oscuro y pasado aventurero, con quien decíase que mantenía muy íntima relación. Pero, pese a la ambición del favorito, el rey mantuvo como haŷĩb a su admirado maestro cordobés ibn Zaydũn, a quien ibn Ammar odiaba y envidiaba.
Un día el rey y su protegido realizaban juegos rimados junto al río, procurando que uno completara el verso que el otro iniciaba, improvisaciones en las que se valoraba la rapidez y calidad del verso. Al-Mutamid aguardaba que su amigo concluyera la rima por él iniciada:
La brisa teje en el río
liviana cota de malla…
Como su acompañante enmudeciera, aquel silencio impacientó al rey, y repitió:
La brisa teje en el río
liviana cota de malla…
"Mejor loriga no se halla
si la congelara el frío".
Una voz femenina había completado el verso con premura y habilidad, superando a ibn Ammar que tenía fama en este ejercicio. Tras los juncos más cercanos descubrieron a una hermosa joven, que, preguntada por al-Mutamid, dijo llamarse Itimãd al-Rumaiqiyya, por ser esclava de Rumaiq, el muletero.
Dinar de oro de al-Mutamid
El rey decidió emanciparla y desposarla. Llegó a sentir tan profundo amor por ella que la convirtió en primera esposa y gran señora del harem, dedicándole sus más apasionados versos, entre ellos un acróstico, pleno de la melancolía de la ausencia cuando hallábase el rey en campaña militar, cuyas letras iniciales componían el nombre de su esposa:
Invisible tu persona a mis ojos, presente está
en mi corazón.
Tu dicha sea tanta como mis penas, lágrimas
e insomnio.
Indomable soy; tú me dominas y encuentras
la tarea fácil.
Mi anhelo es tenerte siempre a mi lado, ¡ojalá pudieras
concederme ese deseo!
Asegúrame que el juramento que nos une no se romperá
pese a mi ausencia.
Dentro de los pliegues de mi poema, oculté tu dulce nombre:
Itimãd.
En septiembre de 1069, al-Mutamid, pretextando la defensa de Córdoba ante el ataque de al-Mamun de Toledo, venció e incorporó la capital y taifa cordobesas a Sevilla. Abbad, su primogénito de once años, fue designado walí de la ciudad califal, y el poeta ibn Zaydũn vio realizado su sueño de retornar a Córdoba tras más de 35 años de destierro, pues, debido a la edad del príncipe, el poeta fue nombrado su tutor. Días después regresó a Sevilla, requerido por el visir ibn Ammar como mediador en unos motines vecinales desatados en la ciudad. Superado el motín, una mañana Abũ-l-Walĩd ibn Zaydũn era hallado muerto en oscuras circunstancias, probablemente asesinado por mandato de ibn Ammar. Era el 1070 d.C.; contaba el genial poeta 67 años.
No por conquistar Córdoba se aplacaron las ambiciones abbadíes. En 1074 el ejército sevillano se apoderaba de la cora de Jaén y parte de la taifa de Granada, alcanzando hasta el mismo alfoz de la capital zirí. Para esta campaña, el rey cristiano Alfonso VI de Castilla envió refuerzos a al-Mutamid, al mando de su leal vasallo Pero Ansúrez. Poco después, el rey Abdallãh de Granada, viéndose tan amenazado, aceptó también pagar parias a Castilla a cambio de protección: 10.000 dinares de oro anuales fue lo acordado.
Meses después, el rey Alfonso incitaba a al-Mamun de Toledo para que tomase Córdoba, no ignorando que ya pertenecía a Sevilla. De modo que el castellano apoyaba a Sevilla contra Granada y a Toledo contra Sevilla; tal era el juego del astuto rey cristiano. En 1075 al-Mamun de Toledo, ayudado por un cordobés traidor, conquistaba al fin Córdoba tras encarnizada batalla en sus calles, resultando muerto Abbad, primogénito de al-Mutamid y Rumaiqiyya. Días más tarde, al-Mamun era envenenado en la ciudad califal por su cómplice traidor y le sucedía en el trono de Toledo su débil nieto al-Qãdir, quien desde el principio estuvo en manos de su valedor, el soberano de Castilla.
Entretanto, el rey musulmán de Zaragoza se apoderaba de la taifa de Denia. Así, mientras los muslimes hispanos sin consideración se despedazaban agravando la descomposición de al-Ándalus, se engrandecían los reinos cristianos con los tributos musulmanes, de modo que ellos mismos financiaban las guerras que Alfonso les hacía. Las invitaciones de Al-Mutamid a la unidad no hallaron eco entre otros reyes taifas. Por ello, pidió ayuda a unas cabilas norteafricanas de intrépidos y fanáticos guerreros “almorávides”, que estaban unificando el norte de África con firme mano.
También el rey taifa de Badajoz los llamó cuando el monarca castellano le arrebató Coria. Pero al-Mutamid recelaba de los almorávides porque, desde tiempos de su padre, existía un augurio que anunciaba que la dinastía abbadí acabaría en su momento de mayor apogeo por causa de unos invasores africanos. Ya no era solo la ambición la que guiaba al rey sevillano en su afán de anexionar otras taifas; ahora procuraba la unidad perdida que volviera a hacerlos fuertes. Por ello, en 1078 resolvió reconquistar Córdoba y vengar de paso la muerte de su hijo; venció y fue restituida en esta capital su autoridad.
El momento de mayor debilidad de al-Ándalus coincidía con el de mayor esplendor de Sevilla. A su corte no cesaban de llegar sabios y poetas que huían de otras cortes andalusíes amenazadas o inmersas en despiadada guerra. Entre otros, abandonando su patria, Denia, recién tomada por los hudíes de Zaragoza, llegó a Sevilla el poeta ibn al-Labbãna, menudo y orgulloso, de tanto talento como pobre en recursos, y se acogió al generoso patrocinio de al-Mutamid, a quien desde entonces sirvió con sus versos.
El anhelo de unidad andalusí de al-Mutamid y la ambición de su visir-poeta ibn Ammar, que ansiaba el gobierno de una provincia lejana para regirla como único señor, hizo queSevilla pusiera sus miras en la taifa de Murcia. Tras porfiado asedio, la ciudad vino a sus manos; Sevilla abarcaba ya de mar a mar.
En 1079 llegó ante al-Mutamid como embajador de Alfonso VI su leal caballero Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como “El Cid”; venía a cobrar el tributo anual pactado con Castilla. Pero en aquellos días el ejército de Granada irrumpió en tierras sevillanas asolando sus campos. Como el pago de parias al reino de Castilla implicara por parte de este la protección de su tributario, Rodrigo y su mesnada se unieron al ejército sevillano para contener a los atacantes. Pero, ¡cosas de al-Ándalus!, también Abdallãh de Granada era ya feudatario de Castilla y, en aquel ejército que devastaba Sevilla, lidiaba también el conde de Nájera, vasallo de Alfonso VI; así que tanto en el ejército agresor como en el defensor Castilla tomaba parte.
En primavera de 1082, el rey Alfonso VI y su ejército, arrasando y apoderándose al paso del castillo de Almodóvar, llegaron ante las murallas de Sevilla. Establecieron su campamento frente al Alcázar, en la orilla opuesta del río, saqueando los pueblos del Aljarafe e incendiando sus términos. Al-Mutamid pudo recuperar Almodóvar liberando a cambio numerosos cautivos cristianos, pero Alfonso, antes de volver a Castilla, alcanzó la costa en Tarifa, donde bañó sus pies y los cascos de su caballo exclamando: — Este es el límite de al-Ándalus; yo lo he pisado—.
Y lo peor estaba por llegar: En otoño de 1084 instaló Alfonso su campamento en la Huerta del Rey de Toledo y exigió a al-Qãdir (nieto de al-Mamun) la rendición de la ciudad.
Toledo se rinde a Alfonso VI de Castilla
Las negociaciones se alargaron durante varios meses; en mayo de 1085 se firmaba la capitulación y, antes de acabar el mes, el rey de Castilla entraba triunfalmente en Toledo. Sentó luego a al-Qãdir en el trono de Valencia, cuyo régulo acababa de fallecer. La respuesta de los reyes taifas fue servil; le enviaron sus embajadores con ricos presentes para hacerle saber que se ofrecían como sus recaudadores de contribuciones. El rey castellano, por último, se arrogó el título de “Emperador de las dos Religiones”.
Entretanto, ibn Ammar quiso independizarse en Murcia, se enfrentó a sus vecinos, traicionó a al-Mutamid e insultó a su esposa, pero, apresado y conducido a Sevilla, su antes amigo, el rey, lo mató a hachazos por propia mano.
Alfonso VI, resuelto a arrebatarle Calatrava a Sevilla para desplazar la frontera y alejarla de Toledo —nueva capital de Castilla—, dirigiose con sus fuerzas hacia el sur. El ejército sevillano, unido a los de Granada, Málaga y Almería, procuró cortarle el paso en Alarcos. Mas, cuando se enzarzaron, las tropas castellanas infligieron grave derrota a los muslimes, ocasionándoles enorme matanza. Aquella victoria cristiana amenazaba directamente a Córdoba. Ante tan extremo peligro, al-Mutamid convocó a los reyes taifas en Sevilla. Los del norte y levante ni siquiera contestaron; los demás enviaron sus embajadores. Era el entrelunio de julio de 1086. Trece emires y qadíes firmaron la misiva destinada al emir almorávide ibn Tašufin; fue entonces cuando pronunció al-Mutamid aquella famosa frase: …”Si en este trance he de elegir, antes prefiero ser camellero en África que porquero en Castilla”.
Poco después, ibn Tašufin cruzaba el estrecho acaudillando sus tropas para ayudar a los reyes taifas contra los cristianos. La batalla se celebró el 23 de octubre de 1086 en Zalaqa (Sagrajas), cerca de Badajoz, resultando sonada derrota para Castilla. Las ventajas que esta victoria acarreó para los musulmanes fueron: mantenimiento de la línea fronteriza en Calatrava, cese del pago de parias a Alfonso VI y que el rey castellano dejara de reclamar a al-Mutamid las plazas que decía pertenecer a Toledo.
Batalla de Zalaqa
Este triunfo infundió a los andalusíes el aliento que habían perdido, pero no logró unirlos, prosiguiendo las taifas con sus recelos y perennes rencillas.
Los castellanos seguían asolando comarcas de Almería, Granada y Murcia desde el castillo de Aledo, a cuatro leguas de Lorca, por ello, el verano de 1088 volvió a hollar ibn Tašufin suelo peninsular, sitiando junto con los andalusíes dicha fortaleza, en la que se refugiaban los cristianos del entorno. No ahorraron medios para someterla, empleando máquinas de asedio: almajaneques, algarradas, fonéboles… Pero todo inútil; las ocasiones favorables se vieron malogradas por las desavenencias entre los régulos andalusíes y por la llegada a las cercanías de Alfonso VI con numerosas fuerzas. Cuando el emir conoció la venida del ejército cristiano, determinó levantar el cerco y dispersarse, dado el agotamiento de sus tropas tras cuatro meses de asedio y, sobre todo, por las discordias entre los reyes taifas, que presagiaban más daño que remedio.
El rey de Castilla y León, crecido tras el fracaso musulmán en Aledo, exigió de nuevo el pago de tributos, reclamándoles las parias de los tres años posteriores a la batalla de Zalãqa. Amenazó a Abdallãh con arrebatarle la ciudad de Guadix si no le proporcionaba los 30.000 dinares que le adeudaba; 10.000 por cada año.
Alfonso VI enzarzaba a unos contra otros: Alvar Fáñez hizo creer a Abdallãh de Granada que al-Mutamid y el rey de Castilla andaban en connivencia contra él, que Alfonso había pactado entregar a al-Mutamid las tierras que fuera conquistándole a Abdallãh. Este pidió explicaciones al señor de Sevilla. Al-Mutamid contestó, jurando por Alá, que jamás menoscabaría a un musulmán para beneficiar a un cristiano: “He aquí un asunto del que Alá no tendrá que pedirme cuentas el día del Juicio”. Añadía que Alfonso era un zorro falaz, todo doblez y maquinación, y que también Sevilla había tenido que volver a pagarle parias para impedir la invasión con que amenazaba.
Este entendimiento con los cristianos era hábilmente utilizado por los alfaquíes, instigando al pueblo contra sus soberanos e induciéndole a solicitar la intervención almorávide. Llegaron al extremo de dictar una fetwa contra los reyes taifas andalusíes, que venía a ser una velada invitación a ibn Tašufín para que de nuevo cruzara el estrecho.
Entró Yũsuf traicioneramente, haciendo creer con el asedio de Toledo que venía a enfrentarse a los cristianos; pero, como la capital de Castilla se le resistiera, desveló sus oscuros designios dirigiéndose contra los reyes muslimes. Cuando sus consejeros le hicieron notar durante aquel asedio la falta de apoyos de los reyes de taifas, respondió: — “Mejor. Así me dan ocasión de tenerme por ofendido”.Desde Toledo se encaminó hacia Granada en noviembre de 1090. Pero por el camino ya le fue ganando a Abdallãh poblaciones como Lucena y otras muchas plazas, mandándoles cartas intimidatorias para que se rindieran. Para más agravio, cuando acampó cerca de la capital zirí exigió a Abdallãh suministro de víveres para el ejército almorávide y piensos para sus caballerías, ¡y el de Granada se los proporcionó! Yũsuf sabía que Abdallãh andaba en tratos con el rey de Castilla. El mismo Abdallãh escribió en sus memorias que el Emir almorávide llegó a acusarlo de doble juego [2].
Dentro de la capital granadina, ibn Tašufín era apoyado por los alfaquíes, instigadores del pueblo contra su rey. Los religiosos no regateaban elogios al caudillo almorávide; le consideraban fervoroso creyente, bendecido por Alá. En noviembre, Abdallãh de Granada se dirigió al campamento almorávide para rendirse. El emir africano mostró su complacencia por tan razonable resolución, garantizando bajo juramento el perdón para él y su familia; mas, pese a todo, lo mantuvo bajo custodia hasta tanto lograra sus bienes y tesoros, de los que antes le había exigido inventario. Finalmente, obligó a Abdallãh y a su madre a desnudarse para asegurarse de que no ocultaban dinero ni joyas. Les arrebató todo, dejándoles solo con lo puesto. Días después, el rey de Granada y su familia, vistiendo unos pingajos, fueron embarcados rumbo a Ceuta y desde allí llevados a Mequínez.
Los almorávides arrasaban poblados, demolían bodegas, incluso destruían las viñas. Ordenaba ibn Tašufin hacer enormes hogueras con cuantos instrumentos musicales requisaran y matar al músico que se les opusiera. Acusaba a los andalusíes de que tanta poesía, tanta música y ciencia los volvía tibios y descreídos. Pero ¿qué era al-Ándalus sin música y sin poesía?
Las hordas invasoras se dirigieron luego a Almería y la cercaron. Al-Mutamid de Sevilla y ibn al-Aftas de Badajoz se concertaron para visitar al emir almorávide —aposentado en Algeciras—, llevarle regalos y ganárselo. Iban convencidos de que su gesto sería valorado por Yũsuf. Pronto se dieron de bruces con la realidad: ibn Tašufín los recibió glacialmente, dejó sin respuesta sus preguntas y los despachó sin indicios que pudieran alimentar sus esperanzas.
Entonces ambos reyes decidieron volver de nuevo sus ojos hacia el monarca castellanoleonés. Al menos aquel cristiano, en tanto se le pagaran parias, los mantendría en sus tronos. Se avinieron con otros régulos taifas para pactar con Alfonso, acordando negar a los almorávides todo suministro de tropas y víveres. Empezaban los andalusíes a percatarse, aunque tarde, de que era más aquello que los unía que lo que los separaba.
Almería soportaba extremado asedio, mientras comenzaban a caer plazas sevillanas. En diciembre de 1090 Tarifa era almorávide. Cuando Fath, walĩ de Córdoba e hijo de al-Mutamid, supo que los africanos se acercaban a la ciudad y que no tardarían en sitiarla, envió correos desesperados a su padre pidiéndole refuerzos. Pero al-Mutamid no podía distraer tropas de Sevilla; los diferentes generales africanos se distribuyeron distintos objetivos y pronto llegarían a su ciudad. Cuando los almorávides se acercaban amenazadores a Córdoba, Fath, desoyendo a alfaquíes y puritanos, ordenó el cierre de las puertas y la defensa a muerte de la ciudad. Iban las tropas africanas al mando de Sir ibn Abũ Bakr. Habían soportado ya más de dos meses de asedio cuando los alfaquíes y sus cómplices facilitaron al enemigo la entrada en Córdoba; los almorávides irrumpieron en sus calles el 27 de marzo de 1091. Logró Fath poner a salvo a su esposa Zaida y a sus damas burlando el cerco en una embarcación que siguió el cauce del Guadalquivir, mientras él, junto al ejército leal, luchaba con denuedo contra los invasores y los traidores que lo vendieron. Pero sucumbió, y su cabeza cercenada fue paseada por la ciudad en la punta de una lanza.
El ejército almorávide se repartió los objetivos; mientras mil caballos eran enviados a Calatrava, otro destacamento conquistaba Úbeda, Baeza y Jaén, y otro ponía sitio a Ronda, a cuyo cargo se hallaba el tercer hijo de al-Mutamid, al-Radhi. Tras protagonizar este príncipe porfiada y noble resistencia, hubo de concertar la rendición a cambio de las vidas. Quedó al-Radhi como rehén mientras verificaban el cumplimiento de la capitulación, pero el general almorávide Garrur ordenó alevosamente que fuera alanceado ante todos. El 10 de mayo de 1091, Carmona caía en poder de los invasores y, desde ese momento, comenzó el asedio de Sevilla. Hacia esta ciudad confluyeron los dos más poderosos ejércitos almorávides; el cerco que atenazó a la capital taifa fue inhumano, y los sevillanos se vieron en mucho aprieto. Al-Mutamid mantenía una esperanza: su nuera Zaida había sido enviada como embajadora hasta Alfonso VI y, ante las contrapartidas y ruegos de ella, el rey de Castilla se comprometió a enviar socorros a Sevilla. Un gran ejército cristiano, al mando del avezado caudillo Alvar Fáñez, cruzó las sierras. Salieron a su encuentro las huestes africanas de Sir, derrotando a los refuerzos castellanos en términos de Almodóvar. Supo entonces al-Mutamid que este trance había de pasarlo solo.
Alcázar de Sevilla
Días después, los almorávides entraban en Sevilla perpetrando contra sus moradores los mayores desafueros, que más parecía que atacaban a población cristiana que a musulmana. Al-Mutamid y sus hijos al-Rašĩd y Malik salieron del Alcázar para enfrentárseles con sus tropas más adictas. Marchaba en cabeza el rey sin coraza ni adarga. En palacio se deshacían en llanto, pues todos sabían que iba buscando consoladora y digna muerte. En aquel choque atroz el rey poeta se distinguió en alardes de bravura, pero no logró impedir la muerte de su hijo Malik. Cuando admitió que nada podía hacerse frente a tan gran enemigo, volvieron al amparo de los muros del Alcázar y desde allí prosiguieron su heroica defensa. Mujeres, parientes y amigos le suplicaban llorando que se rindiera, pero él persistía en su porfiado desafío a la muerte.
(Desde aquí, fragmento de mi novela “El Collar de Aljófar”)
El tormento lacerante de esos días lo expresó al-Mutamid en versos:
Cuando se calmó un poco mi corazón desgarrado,
“Ríndete —me dijeron—, es el partido más prudente.”
—“¡Ay! —respondí—. ¡Un veneno me resultaría
más dulce de tragar que vergüenza semejante!
Y aun cuando todos me abandonarais,
mi valor y mi dignidad no me abandonan”.
Enloquecido al verse aún vivo tras la muerte de varios de sus hijos, se lanzó de nuevo con un puñado de hombres contra un destacamento de almorávides, haciéndoles retroceder hasta precipitarlos en el río, pero él no sufrió rasguño alguno. Vuelto de nuevo al Alcázar, cruzó por sus mientes el anhelo reparador del suicidio, pero rechazó aquel designio por no ofender a Alá. Finalmente, envió a su hijo al-Rašĩd al campamento de Sir para negociar la rendición; el general almorávide contestó, tajante:
— ¡Nada hay que negociar! Al-Mutamid ha de someterse sin condiciones.
No hubo otra salida. Se entregó con sus más leales y sus familiares más cercanos. El Alcázar fue saqueado, y ellos, desterrados al África. Jamás se olvidará aquella alborada junto al Wadi al-Qabir cuando los embarcaron en las naves. El gentío se apiñaba en las riberas para decirles adiós; las mujeres, sin velos, arañaban sus rostros bañados en llanto. El poeta y visir ibn al-Labbãna, uno de los leales que quiso seguirlo al exilio, así lo escribió:
Cuando llegó el momento,
¡qué tumulto de adioses!
¡Qué de gritos, qué de lágrimas!
Partieron con sollozos los bajeles…
¡Ay, cuanto llanto se llevaba el agua!
Tras la entrega de Sevilla, fueron cayendo las demás taifas. Cuando el señor de Almería supo lo acaecido, embarcó con su familia y sus tesoros, buscando refugio en Argel; al punto, los almorávides se apoderaron de la ciudad. Fueron luego sucumbiendo Murcia, Šãtiba, Denia, Alcira y Valencia. En esta capital, al-Qãdir fue asesinado; lo mismo aconteció a ben al-Aftas y a dos de sus hijos cuando Badajoz fue también sometida.
Las victoriosas tropas africanas discurrían impetuosas, como los torrentes invernales que bajan de los montes, y se apoderaban, ya sin resistencia, de pueblos y fortalezas. Así sojuzgaron a todo al-Ándalus de mar a mar. Se supo luego del triste destino de al-Mutamid en su desdichado exilio. Desembarcó en Tánger, cargado de cadenas; le seguían en la desgracia su esposa Itimãd al-Rumaiqiyya y algunas de sus hijas. Allí se le acercó el poeta al-Hozri, quien le recitó unos versos en los que se burlaba de su actual pobreza, recordándole su anterior esplendor y la prodigalidad con que había sabido agradecer los poemas que se le dedicaban. De forma jocosa se lamentaba el poeta de que en esta ocasión tendría que retirarse sin su paga. Al-Mutamid se desprendió entonces con harto esfuerzo de una de sus botas, pues le estorbaban las cadenas, y extrajo una moneda de oro de las escasas que había logrado salvar disimuladas en su calzado. Se la lanzó sin ocultar su desprecio, mientras le decía:
— Toma, para que puedas decir que al-Mutamid no despidió nunca a un poeta sin darle alguna dádiva.
Conducidos a la ciudad africana de Aghmat, el señor de Sevilla fue allí encarcelado, mientras su esposa e hijas, en la mas completa miseria, subsistían hilando. Las hijas que dejó en al-Ándalus no tuvieron mejor suerte, ya que fueron esclavizadas y algunas de ellas acabaron como siervas de los que antes habían sido sus empleados en el Alcázar. Aún llegó a conocer la muerte de otros dos de sus varones, que continuaron enfrentándose a los almorávides para tratar de liberar a Sevilla. Sus más hermosos y sentidos versos fueron escritos en prisión, donde también recibía los del muy leal ibn al-Labbãna, que nunca lo abandonó. Asimismo, contó con la ayuda desinteresada del médico sevillano Merwan ben Zohr (Avenzoar), por esos años en la corte de ibn Tašufín; ben Zohr —muy agradecido porque al final de su reinado al-Mutamid lo rehabilitara, le nombrara su médico y le devolviera los bienes y posesiones que su predecesor, al-Mutadid, confiscara a sus abuelos— siempre que fue menester los asistió, tanto a él como a su familia.
Muchas lágrimas vertieron los andalusíes cuando sus versos del exilio, que acabaron por alcanzar las costas de al-Ándalus, llegaron a sus manos; escribió el sinventura a sus cadenas, que se “enroscaban a sus piernas como víboras y mordían con dentelladas de león”; escribió a su pasada grandeza, a su perdida libertad, a la miseria en que se veían sus hijas, a la muerte de su amada Itimãd; pero ninguna de esas composiciones hacían llorar de tal manera como el epitafio que escribió para su tumba:
Mullan las nubes con perenne llanto
tu blanda tierra, oh tumba del exilio
que del rey ben Abbad cubres los restos.
Cobijas al que lides riñó invicto
con la espada, la lanza y con el arco;
el que al fiero león dio dura muerte;
émulo del Destino en las venganzas,
del Océano en derramar favores,
de la Luna en brillar entre las sombras;
la cabecera del salón.
Sí, cierto; no sin justicia, con rigor exacto
un designio celeste vino a herirme.
Pero, hasta este cadáver, nunca supe
que una montaña altísima
caber pudiese en temblorosas parihuelas.
¿Qué quieres más, oh tumba? Sé piadosa
con tanto honor que a tu custodia fías.
El rugidor relámpago ceñudo,
cuando cruce veloz estos contornos,
por mí, su hermano, llorará sin consuelo.
Y las escarchas gota a gota,
para ti lágrimas leves,
destilarán los ojos de los astros
que darme no supieron mejor suerte.
¡Las bendiciones del Señor desciendan,
insumisas, sin número, incesantes,
sobre quien pudre tu caliente seno!
________________ [1] - "Historia de la dominación de los árabes en España, según manuscritos y memorias arábigas", de Jose Antonio Conde.
[2] – “El siglo XI en primera persona. Memorias de Abdallãh, último rey zirí de Granada”.
Bibliografía
- El siglo XI en primera persona. Memorias de Abdallãh, último rey zirí de Granada.- Alianza editorial- Madrid, 1980.
- El Collar de Aljófar, Carmen Panadero.- Edit. Leer-e, Navarra 2013.- Amazon, 2018.
- Historia de España. EL PAÍS, de VV.AA., dirigida por John Lynch.- Editoral Santillana, S.L.- 2007.
- Historia de España, Levi-Provençal (Ramón Menéndez Pidal, tomo V).- Editoral Espasa-Calpe, S.A.- 1997.
- Historia de la España islámica, Montgomery Watt.- Alianza Editorial, S.A.- Madrid 1991.
- Historia de los musulmanes de España (tomo IV), Reinhart P. Dozy.- Ediciones Turner, S.A.- Madrid, 1982.
- La España musulmana y los inicios de los reinos cristianos (711-1157), V. Álvarez Palenzuela y Luis Suárez Fernández.- Colección Historia de España, tomo V.- Editorial Gredos, S.A.- Madrid, 1991.
- La literatura árabe de al-Ándalus durante el siglo XI, Teresa Garulo. Ediciones Hiperión, S.L.- Madrid, 1998.
- La realidad histórica de España, Américo Castro.- Edit. Porrúa.- México, 1973.
- Literatura hispanoárabe, Mª Jesús Rubiera Mata.- Publicaciones Universidad de Alicante, 2004.
- Los reinos de taifas. Fragmentación política y esplendor cultural, Pierre Guichard y Bruna Soravia.- Editorial Sarriá, S.L.- Málaga, 2005.
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